Cómo la desglobalización infla los precios y los problemas
El dinero no crece en los árboles. De hecho, el dinero no vale nada por sí mismo. El dinero solo sirve para comprar cosas. Y para que haya cosas, tiene que haber gente que las haga. Así que el dinero depende de la producción, y la producción depende de la gente. Y la gente, como sabes, es muy variada. Hay gente que produce mucho, gente que produce poco, y gente que no produce nada. Y eso afecta al valor del dinero. Si hay mucha producción y poco dinero, el dinero vale mucho. Si hay poca producción y mucho dinero, el dinero vale poco. A eso se le llama inflación.
Y si hay mucha producción y mucho dinero, el dinero se mueve de un lado a otro buscando las mejores ofertas. A eso se le llama globalización. Y la globalización, como verás, es una forma de evitar la inflación. O, al menos, de compartirla con los demás.
Hay fuertes incentivos económicos para concentrar la producción en pocos lugares. Para producir cosas, hay que tener en cuenta muchos factores: la energía, la mano de obra, la tecnología, la materia prima… Y todo eso cuesta dinero. En un mundo globalizado, los productores buscan el lugar donde les resulte más económico. Y se trasladan a un país donde todo eso sea abundante y barato. Y allí instalan una fábrica enorme que produce mucho al día. Y como nadie puede competir con sus precios, las exportan por todo el mundo. Eso es la globalización para ustedes.
Hablamos del suministro de microships para ilustrar este punto. Casi todo lo que usamos hoy en día lleva microchips. Desde el celular hasta el auto, pasando por la lavadora y el televisor. Los microchips son como el cerebro de los aparatos. Y resulta que hacer microchips no es tan fácil como parece. Hay que tener mucha tecnología, mucha precisión y mucha inversión. Así que solo hay unos pocos lugares en el mundo donde los hacen. Y los hacen muy bien y muy baratos. Luego los venden por todo el mundo. Y todos contentos. Hasta que un día pasa algo. Una guerra, una pandemia, una inundación, un terremoto… Y la fábrica de microchips se para. O se reduce producción. O cierra. Bueno, todo el mundo se queda sin microchips. Y sin aparatos. Ahí está el talón de Aquiles de la globalización. Es un sistema sumamente frágil.
En muchos sentidos, la globalización es una mala idea. Porque nos hace dependientes de cosas que vienen de muy lejos y que no podemos controlar. Si algo pasa, nos quedamos sin nada. ¿No sería mejor producir todo lo que necesitamos en nuestro propio patio? Así tendríamos todo al alcance de nuestra mano. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, quizás se puede pedir que sea barato. Porque resulta que hacer las cosas en casa sale más caro que comprarlas en China o en India. Allí tienen mano de obra barata, materias primas abundantes y economías de escala. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Renunciamos a la globalización? ¿O aceptamos la globalización y nos arriesgamos a quedarnos sin nada? Es un dilema difícil de resolver.
Ahora bien, el mundo últimamente es un desastre absoluto. Cada país hace lo que le viene en gana y nadie se pone de acuerdo en nada. En Europa suben los intereses para que no nos suban los precios de todo. En Estados Unidos, hacen una pausa para que no se les pare la economía más de la cuenta. Y en China los recortan para que no se les hunda el ladrillo y puedan seguir construyendo. ¿Dónde quedó eso de que la globalización nos iba a traer paz y prosperidad a todos? Pues parece que se quedó en una utopía. Cada uno mira por su interés y se olvida del resto. Así nos va. Europa está estancada, pero con miedo a la inflación y a la deuda. China está creciendo, pero con riesgo de crisis y de contagio. EE.UU. está tirando del carro, pero con una inflación que no cesa y una desigualdad que aumenta. Los que invierten no saben qué hacer y los mercados se vuelven bipolares y volátiles. ¿Qué solución hay? ¿Seguir con la globalización y aguantar sus desajustes y sus consecuencias? ¿O volver al proteccionismo y cerrarnos en nuestra burbuja y en nuestro egoísmo? Es un dilema complicado de resolver.
El mundo está cada vez más dividido. Parece que nadie se pone de acuerdo en nada y que todos quieren ir por su cuenta. Esto hace que la cooperación sea muy difícil, sobre todo cuando hay problemas globales que nos afectan a todos. Por ejemplo, el cambio climático, la pobreza, etc. ¿No sería mejor que trabajáramos juntos para encontrar soluciones?
Pero claro, eso no es tan fácil. Muchos países tienen miedo de perder su identidad, su soberanía y su poder. Por eso prefieren volver a producir todo lo que necesitan dentro de sus fronteras, sin depender de otros. La desglobalización tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Uno de ellos es que todo se vuelve más caro. ¿Por qué? Vuelvo y repito. Porque la globalización abarata los precios al aprovechar las economías de escala, la competencia y la especialización. La desglobalización hace lo contrario: encarece los costes.
Así que tenemos un dilema: ¿qué es mejor, globalizarse o desglobalizarse? No hay una respuesta única, sino que depende de muchos factores y de las prioridades de cada uno. Lo que sí está claro es que necesitamos dialogar, respetar y colaborar más entre nosotros, porque, al fin y al cabo, somos una sola humanidad.
¿Qué le quita el sueño a los inversores? La inflación. ¿Y por qué? Porque la inflación determina la política monetaria. Cuanto más suben los precios, más aprietan el grifo del dinero los bancos centrales. Y eso afecta al valor de los activos financieros. ¿Y qué provoca la inflación? Entre otras cosas, la desglobalización. Es decir, el fin de la fiesta de comprar barato. Así que los inversores tienen motivos para estar preocupados. Porque la desglobalización es una tendencia que ha venido para quedarse. Y no es precisamente una buena noticia para sus bolsillos.
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